.
«Sin belleza no hay salvación» (Pablo VI, Mensaje a los artistas, 8 de diciembre de 1965)
Hasta el Renacimiento arte y fe estaban estrechamente unidos –uno no se daba sin el otro–, el arte había nacido para expresar lo inexpresable que siempre tenía una referencia a lo divino, pero con la Ilustración se empezó a consumar el divorcio. El arte empezó a volar por sí mismo y la fe empezó a mirarlo con sospecha, a darle la espalda, a alejarlo de las Iglesias y de su experiencia estética y espiritual, dejó de ser para ella un vehículo de sabiduría y experiencia de Dios. El artista creyente dejó de ser una referencia para la Iglesia y fue sustituido en general por artesanos y copiadores sin mordiente y bastante domesticados. ¿Dónde quedan ahora los beatos de Liébana que sabían transmitir las angustias de su insegura época, los monjes pintores que anunciaban la presencia de lo divino en las personas, donde están los Fra Angelico que descubrían la sacralidad de lo cotidiano? El arte en la Iglesia se volvió hortera, light y kitch; alimenta lo sentimental y no lo sapiencial y experiencial. Incluso la música, que tan profundamente alimentó la oración y la profundidad de la experiencia de Dios, se ha convertido en muchos casos en un remedo de la canción del verano, efímera e insignificante, cuando se oyen algunas liturgias o paraliturgias parroquiales y no solo parroquiales.
No, el arte tiene que aportar al mundo humano belleza, pero ¿qué es bello? La desgracia de la Iglesia moderna es que durante demasiado tiempo ha terminado confundiendo la belleza con lo tranquilizador o bonito, con lo sentimental; ha terminado haciendo de su iconografia y liturgia algo ajeno a los problemas, dudas, inseguridades, sufrimientos y deseos profundos de la humanidad. Ha dejado de hablar de lo profundo de la persona, para provocar la «emoción fácil» o el «calorcito del corazón». Sin embargo lo bello, lo significativo, lo representativo del alma humana y del devenir de la historia no tiene por qué ser bonito; y mucho menos tranquilizador y sentimental. La Belleza está en otra cosa: en lo Auténtico.
Algo parece que se empieza a mover en el seno de nuestra tanto tiempo adormecida Iglesia: La experiecia estética es parte irrenunciable de la vivencia humana y por tanto de su expresión más profunda; y la historia demuestra que todos los pueblos en cada cultura y época transmitió atraves del arte la esencia de su espíritu: su sabiduría. Signos hay de que esto se vuelve a tomar en serio.
Un monje-pintor tiene que ser un profeta que grita en su desierto, un ser que asume su soledad para mostrar desinteresadamente la entraña misma de la vida en la que Dios se encarnó porque ha descubierto que la expresión artística es tan esencial para él y para los demás como la comida y la bebida, y que es un camino que –a pesar de lo que muchos creen– es duro y solitario, ya que pone continuamente a su autor en el filo de la navaja, enfrentándole a su propia realidad y haciéndole reconocer que el misterio envuelve la vida humana y que muchas veces sólo queda el silencio, la esperanza, el anonadamiento y el abandono a una realidad que nunca terminaremos de comprender, y a la que lo único que nos queda es ofrecerle una confianza incondicional, a pesar de lo que muchas veces vemos y no sabemos cómo responder o cómo asimilar.
Cuerpo y sangre de humanidad herida, de los olvidados de la tierra, de los avergonzados de sí mismos. De terroristas, narcotraficantes, soldados de fortuna, acaparadores del sudor y del sustento. Del desamor, del odio, de la violencia, de la indiferencia, del hastío y de lo superfluo. Del cariño, de la generosidad, del saber posponerse ante los demás, del trabajo y del descanso. De la angustia, de la sin razón, del dolor, de la desesperación. De una madre con su hijo al pecho, de unos amantes queriéndose, de la ternura, de la abnegación de tantos. De quien se le escapa la vida a borbotones y de quien intenta acompañarle, de mujeres maltratadas y ofendidas. Del que da consuelo, sostiene, empuja. Del que muestra el camino y de quien no sabe seguirlo. De quien no quiere rezar y reniega de la vida.
Todo esto es objeto del arte, y el monje-pintor tiene que expresarlo con la mayor autenticidad de la que es capaz, ya que sólo adquiere sentido si es su vida misma la que se pone en juego ofreciéndose en cada una de las obras. Tienen que enseñarnos a mirar debajo de las apariencias, a interrogarnos y admirarnos de cómo en los pequeños, incongruentes y muchas veces desalmados seres que somos está palpitando un ansia de vida. Sólo eso es bello.
ENRIQUE MIRONES DÍEZ
…