Un año más hacemos memoria festiva de nuestros fundadores. En las monjas y monjes, en la gran familia que hoy encarnamos la vida cisterciense, reconocemos viva y presente su intuición vital. La pasión que nos mueve a cada uno de nosotros es semejante a la de nuestros predecesores en lo que respecta a esa exploración del rostro interior de la vida monástica. Como en el s. XII, nos interesa la experiencia vital, nos cautiva poder saborear la vida con asombro, admiración y reverencia.
Dicen los estudiosos, que aquellos hombres que se establecieron en el Nuevo Monasterio valoraban ante todo la interioridad, la subjetividad y la experiencia personal. Se movían en la ola de un creciente interés por la afectividad y la relación, tanto con Dios como con los hombres. Su aspiración última era la concordia, buscaban la unión con Dios, la unidad en la comunidad, la unanimidad de la orden, la comunión con la Iglesia universal y el sentimiento de ser uno con el todo. Su éxito residió en responder al reclamo de una conciencia de sí mismo que emergía irrefrenable. Muchos de los que se acercaban a Císter para ser monjes, querían sentir algo. En cierto sentido, al buscar a Dios, esperaban encontrarse también a sí mismos.
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