Autoconocimiento y Amor de Dios XIV

 

Monasterio de Santa María de Sobrado. P. Carlos G. Cuartango. 10-1-2015
Fraternidad de Laicos Cistercienses

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Ya en la charla del último día y también en esta nos hemos propuesto que cada uno de nosotros descubra que, incluso en las circunstancias externas más adversas, dispone en su interior de un espacio de libertad que nadie puede arrebatarle, porque Dios es su fuente y su garantía. Sin este descubrimiento, nos pasaremos la vida agobiados y no llegaremos a gozar nunca de la autentica felicidad. Por el contrario, si hemos sabido desarrollar en nosotros este espacio interior de libertad, sin duda serán muchas las cosas que nos hagan sufrir, pero ninguna logrará hundirnos ni agobiarnos del todo.

Aceptarse a uno mismo para aceptar a los demás

Existe un profundo vínculo de doble dirección entre aceptación de sí y aceptación de los demás. El uno propicia el otro.

A veces no llegamos a aceptar a los demás porque, en el fondo, no nos aceptamos a nosotros. El que no está en paz consigo mismo, necesariamente estará en guerra con los demás. La no-aceptación de mí mismo, crea una tensión interior, una insatisfacción y una frustra­ción que con frecuencia volcamos sobre los demás, convertidos así en cabeza de turco de nuestros con­flictos interiores. Un pequeño ejemplo: cuando esta­mos de mal humor contra lo que nos rodea, suele ser porque no nos sentimos contentos con nosotros mis­mos ¡y se lo hacemos pagar a los demás! Etty Hillesum escribe: Empiezo a darme cuenta de que, cuan­do sientes aversión hacia el prójimo, debes buscar la raíz en el disgusto contigo mismo: ama a tu prójimo como a ti mismo.

Y a la inversa: el hombre que cierra su corazón a los demás, que no hace ningún esfuerzo por amarlos tal como son, que no sabe reconciliarse con ellos, ja­más tendrá la fortuna de vivir esa profunda reconci­liación con uno mismo que tanto necesitamos. De hecho, siempre acabamos siendo víctimas de nuestra pobreza de corazón para con el prójimo, de nuestros juicios y de nuestro rigor.

Aceptar las contrariedades

Después de hablar de la aceptación de uno mis­mo, nos disponemos a abordar la aceptación de los acontecimientos. El principio fundamental es el mismo: no seremos capaces de transformar eficaz­mente nuestra vida si no comenzamos por acogerla en su integridad y, en consecuencia, por aceptar cualquier acontecimiento exterior al que nos enfren­temos.

Evidentemente, resulta difícil aceptar lo que no percibimos como bueno, gratificante o positivo. Y es más difícil aún cuando se trata de dificultades y su­frimientos de todo tipo. Nos referiremos a todas esas realidades consideradas negativas con el término de “contrariedades”.

El asunto es un poco delicado. No se trata de vol­verse pasivo y “tragárselo” todo sin pestañear. Pero tenemos la experiencia de que, sean cuales sean nuestros proyectos o nuestra cuidadosa planifica­ción, existen multitud de circunstancias que no po­demos dominar y multitud de acontecimientos con­trarios a nuestra previsión, nuestras aspiraciones o nuestros deseos, que nos vemos obligados a aceptar.

En este sentido, creo que lo más importante es no contentarse con aceptarlas a regañadientes, sino acep­tarlas verdaderamente. No limitarse a “sufrirlas”, sino -en cierto modo- “elegirlas” (incluso cuando no tenemos otra elección, cosa que nos contraría aún más). Aquí elegir significa realizar un acto de libertad que nos lleve, además de a resignarnos, a recibirlas de forma positiva. Cosa nada fácil, sobre todo cuando se trata de pruebas dolorosas, pero sí un buen método que debemos decidirnos a poner en práctica con la mayor frecuencia posible y con una actitud de fe y es­peranza. Si tenemos la fe suficiente en Dios para creer que Él es capaz de extraer un bien de todo lo que nos ocurre, así lo hará: Que te suceda como has creído, dice en varias ocasiones Jesús en el Evangelio.

Es ésta una verdad absolutamente fundamental: Dios puede sacar provecho de todo, tanto de lo bue­no como de lo malo, de lo positivo como de lo nega­tivo. Por eso es Dios, es el Padre Todopoderoso que confesamos en el Credo. Sacar un bien de lo bueno no es difícil: cualquiera es capaz de hacerlo.

Pero sólo Dios, en su omnipotencia, en su amor y sabiduría, posee la facultad de obtener un bien de un mal. ¿Cómo? No nos corresponde a nosotros demos­trarlo ni explicarlo enteramente (ninguna filosofía o reflexión teológica es capaz de ello), pero sí creerlo basándonos en las palabras de la Escritura que nos invitan a esa confianza: Todo contribuye al bien de los que aman a Dios, de los que Él ha llamado según sus designios (Rom. 8,28). Si lo creemos, así lo experimentaremos. Repasando toda su existencia unos días antes de su muerte, decía Santa Teresa de Lisieux: Todo es gracia.

El sufrimiento que más daño hace es aquel que no se acepta

Hay que darse cuenta de una cosa: cuando experi­mentamos un sufrimiento, lo que más daño nos hace no es tanto éste como su rechazo, porque entonces al propio dolor le añadimos otro tormento: el de nues­tra oposición, nuestra rebelión, nuestro resentimien­to y la inquietud que provoca en nosotros. La tensa resistencia que genera en nuestro interior y la no aceptación del sufrimiento hacen que éste aumente. Mientras que, cuando estamos dispuestos a aceptar­lo, se vuelve de golpe menos doloroso. Un sufri­miento sereno deja de ser un sufrimiento, decía el cura de Ars.

Cuando sobreviene el dolor, es perfectamente normal intentar remediarlo en la medida de lo posi­ble. Si me duele la cabeza, tendré que tomarme una aspirina para aliviarme. Pero siempre habrá sufri­mientos irremediables que conviene esforzarse en aceptar con tranquilidad. Y esto no es masoquismo, ni gusto por el dolor, sino todo lo contrario, porque la aceptación de un sufrimiento hace éste mucho más soportable que la crispación del rechazo.

Una realidad comprobable también en el plano físico: quien se da un golpe estando endurecido y tenso, se hace mucho más daño que el que lo recibe distendi­do. A veces querer eliminar un sufrimiento a cual­quier precio provoca después sufrimientos mucho más difíciles de sobrellevar. Es sorprendente ver lo desgraciados que somos en nuestra vida diaria a cau­sa de la mentalidad hedonista de nuestra sociedad, para la cual cualquier dolor es un mal y hay que evi­tarlo a toda costa.

Quien adopta como línea de conducta habitual la huida del dolor, el no aceptar más que lo grato y có­modo rechazando lo demás, antes o después acabará cargando con cruces más pesadas que quien se esfuerza por aceptar de buen grado un sufrimiento que, considerado con realismo, es imposible eliminar. En la adhesión al dolor encontramos fuerza. ¿No habla la Escritura del pan de lágrimas? Recordemos lo que dice Sal. 79, 6: Les hiciste comer un pan de lágrimas, les hiciste beber lágrimas en abundancia.

Dios es fiel y siempre da la fuerza necesaria para asumir, un día tras otro, lo más duro y difícil de nuestra vida. Dice Etty Hillesum:

Desde el momento en que me he mostrado dispuesta a afrontarlas, las pruebas siem­pre se han transformado en belleza. Sin embargo, no disponemos de la misma gracia para soportar el dolor suplementario que nos procuramos a nosotros mismos con nuestro rechazo de las contrariedades normales de la vida.

Añadiremos que “el auténtico mal no es tanto el dolor como el miedo al dolor”. Si lo acogemos con confianza y con paz, el dolor nos hace crecer, nos educa, nos purifica, nos enseña a amar de modo de­sinteresado, nos hace humildes, mansos y compren­sivos con el prójimo. El miedo al dolor, por el con­trario, nos endurece, nos encorseta en actitudes protectoras y defensivas, y a menudo nos conduce a decisiones irracionales de nefastas consecuencias. Los peores sufrimientos del hombre son los que se temen, dice Etty Hillesum. El sufrimiento malo no es el vivido, sino el “representado”, ése que se apodera de la imaginación y nos coloca en situacio­nes falsas. El problema no está en la realidad, que es esencialmente positiva, incluso en su parte dolorosa, sino en nuestra representación de la realidad.

Rehuir el dolor es rehuir la vida

El ambiente cultural que nos rodea no cesa de repe­tir la cantinela de su “evangelio” a través de la publi­cidad y de los medios de comunicación: toma como regla de vida huir del dolor a cualquier precio y no busques más que el placer. Pero se olvida de una cosa: y es que no existe mejor modo de ser infeliz que el de adoptar este principio de conducta. No deseo hacer apología del dolor: éste ha de ser aliviado en la medida de lo posible. Pero forma parte de nuestra vida y querer eliminarlo por completo signi­fica eludir la vida misma. Rehuir el dolor es rehuir la vida y, a fin de cuentas, cuanto la vida puede traer­nos de bueno y de bello.

Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, la encontrará, nos dice Jesús; y su evangelio es bas­tante más fiable que el de la publicidad. Obviamen­te, no tengo nada en contra del placer, que es una cosa buena, y que -también él- forma parte de la vida. De no existir el placer, no se podría “dar pla­cer”, que es el modo más corriente de manifestar el amor a los demás. El placer es bueno, pero no ha sido hecho para “tomarlo” egoístamente, sino para darlo y recibirlo

Sin embargo, me sigo sorpren­diendo al constatar, en la conducta de muchas perso­nas, cómo con frecuencia, huyendo de un pequeño sufrimiento (normal y asumible), se infligen otros mucho mayores. Y he visto, por ejemplo, a algunos padres disgustados durante años, simplemente por no querer aceptar la vocación de alguno de sus hijos. Huyen del dolor de la separación o de una elección distinta de la que esperaban, condenándose con ello a años de tormento.

Los ejemplos serían intermina­bles y confirmarían que la aceptación del dolor y del sacrificio (cuando éstos son legítimos, claro está) no es una actitud masoquista y suicida, sino todo lo contrario. Al aceptar los sufrimientos “propuestos” por la vida y “permitidos” por Dios para nuestro progreso y nuestra purificación, nos ahorramos otros mucho mayores. Hay que ser realistas y dejar de so­ñar, de una vez por todas, con una vida sin dolor y sin lucha. Esta la obtendremos en el Paraíso, pero no aquí, en la tierra. Debemos tomar valientemente y cada día la cruz en pos de Cristo y, antes o después, su amargura se transformará en inmensa dulzura.

Así pues, permanezcamos atentos a nuestra acti­tud interior, cuyas consecuencias a largo plazo son más importantes de lo que parece. Cuando nos en­frentamos al dolor cotidiano, al peso del día y al calor de la jornada, al cansancio, hay que evitar pasarse el tiem­po refunfuñando por dentro o esperando que acabe cuanto antes; hay que evitar soñar permanentemente con una vida distinta: es preferible aceptarla de corazón. La vida es buena y bella tal como es, incluso con su parte de dolor.

Cuando Dios creó al hombre y a la mujer, derramó sobre toda vida humana una in­mensa bendición que nunca nos ha retirado a pesar del pecado y de su cortejo de sufrimientos, porque los dones y la vocación de Dios son irrevocables (Rom. 11,29), sobre todo el primer don y la primera llamada, es de­cir, los de la vida. Toda existencia, incluso si se en­cuentra abocada al dolor, es infinitamente bendita e infinitamente valiosa.

Una actitud así nos introduce en la realidad y nos ahorra muchas energías: las mismas que gastamos quejándonos, exigiendo que las cosas sean diferen­tes, soñando con imposibles… Y tanto más legítima en cuanto que, como cristianos, estamos seguros de que nos espera una eternidad de dicha: el Señor Dios los iluminará y reinarán por los siglos de los si­glos (Apoc. 22,15); por lo tanto, no tenemos ningún motivo váli­do para quejarnos de las dificultades de esta vida. Guardemos en nuestros corazones las palabras de San Pablo: Porque momentáneas y ligeras son las tribulaciones que, a cambio, nos preparan un caudal eterno e inconmensurable de gloria (2 Cor. 4,17).

En el mal no sólo hay mal: el lado positivo de las contrariedades

Por otra parte, hay que admitir que las contrarieda­des, por penosas que sean, no traen sólo inconvenien­tes, sino que a menudo contienen muchas ventajas.

La primera de ellas es que nos impiden constituir­nos en propietarios de nuestras vidas y de nuestro tiempo, y evitan que nos encerremos en nuestros proyectos, nuestros planes o nuestro juicio personal. La auténtica cárcel que nos aprisiona y de la que de­bemos liberarnos somos nosotros mismos y nuestra pequeñez de corazón y de entendimiento. Cuanto son los cielos más altos que la tierra, tanto están mis caminos por encima de los vuestros, y por enci­ma de los vuestros mis pensamientos (Is. 55,8), dice la Escri­tura. En la vida, lo peor que podría sucedemos es que todo fuera de acuerdo con nuestros deseos: eso supondría el fin de todo crecimiento.

Para ir adentrándonos poco a poco en la sabiduría divina, que es infinitamente más bella, más rica, más fecunda y más misericordiosa que la nuestra, -recordemos el himno de la sabiduría divina de Rom 11, 33-36:

¡Oh profundidad de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Qué insondables son sus decisiones e inescrutables sus caminos! Porque: ‘¿Quién conoce el pensamiento del Señor? ¿Quién ha sido su consejero? ¿Quién le ha prestado algo para pedirle que se lo devuelva?’ De él, por él y para él son todas las cosas. A él la gloria por siempre. Amén.-

Es necesario que nuestra sabiduría humana se tambalee: no para ser destruida, sino elevada y purificada; para no quedar prisionera de sus propios límites, porque siempre se halla marcada por una parte de egoísmo y de orgullo, de faltas de fe y de amor más o menos conscientes. Existe en nosotros mucha estrechez de corazón y de miras que hay que eliminar para poder recibir progre­sivamente la sabiduría divina y vivir una profunda renovación y un ensanchamiento de nuestras mentali­dades. Mientras que el pecado es estrechez, la santi­dad es amplitud de espíritu y grandeza de alma.

Del señorío al abandono: la purificación de la inteligencia

En circunstancias de prueba, lo que nos suele re­sultar más difícil no es tanto el dolor como no saber su porqué. El dolor en sí mismo causa a veces me­nos sufrimiento que el hecho de no entender su sen­tido. No hay peor prueba que la de la inteligencia cuando ésta se topa con los “porqués” sin respuesta. Por el contrario, si el entendimiento se encuentra sa­tisfecho, es mucho más fácil acoger y soportar el do­lor: aunque una medicina que me cura me siente mal, no la rechazaré porque entiendo que es capaz de devolverme la salud. Todo esto merece una breve reflexión sobre el pa­pel de la inteligencia en la vida espiritual.

Como todas las facultades de que Dios nos ha do­tado, la inteligencia es esencialmente buena y útil. Existe en el hombre una sed de verdad, una necesi­dad de comprender mediante la razón, que forma parte de su dignidad y de su grandeza. Despreciar la inteligencia, sus posibilidades y su papel en la vida humana y espiritual, no sería justo. La fe no puede prescindir de la razón y no hay nada más hermoso que la posibilidad dada al hombre de cooperar a la obra de Dios mediante su libertad, su entendimiento y todas sus demás facultades. Esos momentos de nuestra vida en que la inteligencia aprehende lo que Dios hace, a qué nos llama y cuál es su pedagogía para hacernos crecer, son muy positivos, pues nos permiten aportar a la obra de la gracia divina toda nuestra cooperación.

Una colaboración que se en­cuentra enteramente en el orden de las cosas queri­das por Dios, quien no ha hecho de nosotros marionetas, sino personas libres y responsables llamadas a dar a su amor el consentimiento de su inteligencia y la adhesión de su libertad. De ahí que sea bueno y legítimo querer comprender el sentido de cuanto vivimos.

Pero hemos de reconocer que a veces nuestro im­perioso anhelo de comprenderlo todo se halla cargado de ambigüedad y necesita ser purificado. En efecto, el afán de comprender puede estar inspirado por mo­tivaciones, más o menos conscientes, que no siempre son justas. Existe un deseo de comprender que expresa la sed de conocer la verdad para acogerla y conformar nuestra vida según ella, cosa absoluta­mente legítima; pero existe también un deseo de comprender que representa la voluntad de poder: comprender es dominar, aprehender, ser dueño de la situación. Así, todo cuanto hay en nosotros de deseo de dominación o de instinto de propiedad, alimenta, quizá inconscientemente, el deseo de comprender.

Este último puede también tener su origen, que tampoco es puro, en nuestro fondo de inseguridad. Comprender es reafirmarse, asegurarse mediante el sentimiento de que, una vez comprendido, se estará en condiciones de controlar la situación. Pero es ésta una seguridad humana, frágil y engañosa que, un día u otro, siempre podrá malograrse. Porque la única auténtica seguridad en que debemos apoyarnos en esta vida no es en nuestra capacidad de controlar los acontecimientos mediante la inteligencia, ni en la de preverlos, sino en la certeza de que Dios es fiel y ja­más nos puede abandonar, pues su amor de Padre es irrevocable.

En circunstancias de prueba, a menudo nuestra ne­cesidad de comprender lo que ocurre es simplemente la expresión de nuestra incapacidad para abandonar­nos en Dios con confianza y de nuestra búsqueda de seguridad humana, es decir, algo de lo que debemos purificarnos. Nadie gozará de una plena libertad inte­rior si no aprende a despojarse del deseo de apoyarse en seguridades humanas para experimentar que sólo Dios es su “Roca”, tal y como dice la Escritura.

Para que nuestra inteligencia consiga desembara­zarse de los dos principales defectos que acabamos de describir (voluntad de dominar y necesidad de auto-afirmación por falta de abandono), es preciso que atravesemos en nuestras vidas ciertas etapas (sin duda las más penosas) en las que, sea cual sea nues­tro esfuerzo, no lleguemos a comprender el porqué de lo que nos ocurre. Y esto es muy doloroso, pues­to que -como ya hemos dicho antes- una prueba cuyo significado se comprende resulta fácil de acep­tar; pero, si la inteligencia se encuentra como perdi­da en la noche, la cosa es completamente distinta.

Hay períodos de la existencia en que necesitamos a cualquier precio buscar comprender lo que vivi­mos (mediante la reflexión, mediante la oración o pidiendo consejo a quien demuestra su prudencia), porque es gracias a esta luz y en cooperación con ella como hemos comprendido que así progresare­mos. Pero existen también momentos en que se ha de renunciar a entender: entonces habrá llegado el momento de abandonarse en Dios con confianza cie­ga. La luz vendrá más tarde: Lo que yo hago, tú aho­ra no lo entiendes, lo entenderás después (Jn. 13,7), le dice Je­sús a Pedro.

En este caso, intentar comprender a toda costa nos haría más mal que bien, aumentaría el dolor en lugar de calmarlo y sólo lograría exacerbar nuestras dudas, nuestras inseguridades, nuestros miedos y nuestros interrogantes, sin darles respues­ta. No se trata ya de satisfacer la inteligencia bus­cando una respuesta, sino de hacer actos de fe y de abandonarse en Dios. Lo único que puede conceder­nos sosiego no es contar con la respuesta a nuestras preguntas, sino la oración humilde y confiada, esa actitud expresada por el libro de las Lamentaciones: Es bueno esperar en silencio la salvación del Señor (Lam. 3,26).

Comprender la voluntad divina

A causa de nuestra necesidad de asegurarnos, nos gustaría ante todo tener la certeza de estar cumplien­do la voluntad de Dios: un deseo lógico y natural si lo que pretendemos es amoldarnos a ella; y, si las buscamos con corazón sincero, normalmente conta­remos con las luces que nos permitan comprenderla. Pero no siempre es así. Incluso en el caso de que em­pleemos cuanto haga falta (la oración, la meditación o el acompañamiento espiritual) para conocer la voluntad de Dios en tal o cual situación, no siempre obtendremos una respuesta totalmente clara, o al menos no inme­diatamente.

Por dos razones: la primera, porque Dios nos trata como adultos y existen multitud de circuns­tancias en que quiere que decidamos por nosotros mismos. Y, en segundo lugar, con el fin de purificar­nos: si siempre tuviéramos la seguridad de estar en la verdad, de estar haciendo la voluntad de Dios, no tar­daríamos en caer en una peligrosa presunción que podría convertirse fácilmente en orgullo espiritual. La imposibilidad de estar siempre absolutamente se­guros de hacer la voluntad divina es una dolorosa desgracia, pero nos protege, nos hace humildes y pe­queños, en búsqueda constante, y nos impide apoyarnos en nosotros mismos y alcanzar una falsa seguri­dad que nos eximiría del abandono.

En este tipo de situaciones “veladas” en cuanto a la voluntad de Dios, es importante decirse a uno mismo: aunque ciertos aspectos de Su voluntad se me escapan, hay también muchos otros que conozco con certeza y a los que me puedo agarrar sin ningún riesgo de error y sabiendo que ese “asidero” es se­guro: cumplir con los deberes de mi estado actual y vivir los puntos esenciales de toda vocación cristia­na. A veces caemos en el defecto siguiente (que es necesario conocer y evitar): como me encuentro a oscuras sobre cuál sea la voluntad divina en este asunto importante (por ejemplo, la respuesta a la propia vocación u otra decisión seria), me paso el tiempo interrogándome y alimentando cierto desa­liento que me impide atenerme a lo que es para mí la voluntad de Dios cotidiana: perseverar en la oración, seguir confiando y amar a las personas a las que tra­to habitualmente. Cuando no existen respuestas para el futuro, el mejor modo de prepararse a recibirlas es vivir plenamente el hoy.

“Mi vida nadie me la quita, sino que yo la doy voluntariamente” (Jn.10,18)

Nos conviene entrenarnos no solamente en “sopor­tar” las contrariedades, sino también -y en cierto sentido- en “elegirlas”. Lo cual no quiere decir bus­carlas con agrado; pero sí recibirlas de corazón cuan­do se presentan mediante un acto positivo de nuestra libertad que nos haga pasar (¡cuanto antes, mejor!) de la reacción más o menos violenta de enojo a un con­sentimiento fundamentado en la confianza.

Como nos ocurre a cualquiera de nosotros, a San­ta Teresa de LIsieux no le gustaba demasiado que la molesta­ran. A veces le confiaban algún encargo que requería especial atención (unas veces pintar, otras redactar una obrita teatral para la comunidad), pero el estricto horario del Carmelo no le dejaba demasiado tiempo libre. Cuando por fin lograba sacar una o dos horas para ponerse a trabajar, lo hacía con la siguiente dis­posición: “elijo” que me molesten. Entonces, si al­guna de las hermanas le pedía algo mientras estaba ocupada, Teresa, en lugar de despacharla secamen­te, se esforzaba por atenderla de buen grado: eso era lo que había elegido; y, si no venía nadie a interrum­pirla, lo consideraba un regalo de Dios y daba gra­cias por ello. Actuando de este modo, Teresa vivía en paz y nunca se enfadaba; en todo hallaba la manera de hacer su voluntad, porque su voluntad era la de aceptarlo todo.

Cuando la lucha se nos plantea en este terreno, quizá nos haría bien meditar estas palabras de Jesús: Mi vida (…) nadie me la quita, sino que yo la doy voluntariamente (Jn.10,18).

Unas palabras paradójicas. Bien cierto es que a Jesús le quitaron la vida: apresado, condenado, llevado al suplicio y crucificado. Pero, como dice la liturgia, se entregó libremente a la muerte. Su corazón albergaba esa firme aceptación, esa adhesión a la voluntad del Padre, gracias a la cual su muerte continuó siendo plenamente libre, pues hizo de ella una ofrenda de amor. Mediante el consentimiento libre y amoroso, la vida quitada se transforma en una vida entregada.

Nuestra vida siempre cuenta con esta maravillosa posibilidad: la de hacer de lo que nos quitan (lo que nos quita la vida misma, las circunstancias o los de­más) algo que ofrecer. Exteriormente no se aprecia ninguna diferencia, pero en el interior todo queda transfigurado: el destino se convierte en una elec­ción libre, la violencia en amor, la pérdida en fecun­didad. La libertad humana posee una grandeza increíble. Gracias a ella, el hombre no tiene el poder de cambiar cuanto le rodea, pero sí que dispone (lo cual es mucho mejor) de la capacidad de otorgarle un sentido a todo, ¡incluso a lo que carece de él! Aunque no siempre seamos dueños del transcurrir de nuestra vida, sí lo somos del sentido que le damos.

Gracias a nuestra libertad, no existe ningún aconte­cimiento (se trate del que se trate) que no pueda reci­bir un significado positivo y ser expresión de amor, o transformarse en abandono, en confianza, en espe­ranza o en ofrenda… Los actos más importantes y fe­cundos de nuestra libertad no son aquellos mediante los cuales transformamos el mundo exterior, sino aquellos mediante los cuales modificamos nuestra propia actitud interior para concederle un sentido positivo a algo, recurriendo en última instancia a la fe, por la que sabemos que de cualquier cosa sin excepción Dios puede obtener un bien. Me gusta mucho esta frase: “Algunos andan en busca de un lugar hermoso, otras hacen de un lugar algo hermoso”.

He aquí una veta inagotable, una riqueza ilimitada que explotar y que elimina de nuestra existencia cuanto hay de ne­gativo, de banal o de indiferente, porque todo ad­quiere un sentido: lo positivo acaba siendo motivo de alegría y acción de gracias; lo negativo, ocasión de abandono, de fe y de ofrenda: todo se transforma en gracia. Deberíamos dar muchas gracias a Dios por el valioso don de la libertad.

La impotencia en la prueba y la prueba de la impotencia: libertad de creer, de esperar, de amar

A lo largo de nuestra vida, todos conoceremos al­guna situación de prueba o de dificultad que nos afec­tará personalmente, bien a nosotros, bien a quienes nos sean muy queridos; una situación en la que no habrá nada que hacer, porque -por muchas vueltas que le demos y aunque pensemos en ello día y no­che- la solución no estará en nuestras manos. Sen­tirse así de pobre, tan desarmado e impotente, cons­tituye una gran prueba. Más aún cuando se trata de alguien muy próximo, pues ver debatirse en medio de dificultades a una persona a la que queremos y carecer de los medios de ayuda necesarios es sin duda uno de los peores sufrimientos que padecere­mos en nuestra vida.

A muchos padres les acaba lle­gando, antes o después. Cuando el hijo es pequeño, siempre existe alguna manera de intervenir o de ayu­dar en los problemas que vayan surgiendo. Pero cuando crece, cuando se hace independiente y no atiende a razones, es terrible para los padres ser tes­tigos de cómo un hijo se refugia en la droga o se em­barca en aventuras demoledoras; a pesar de su in­menso deseo de ayudarle, se sienten absolutamente inermes… Entonces, incluso si aparentemente no hay a dónde agarrarse ni se dispone de los medios con­cretos para intervenir, tenemos que decirnos a noso­tros mismos que, a pesar de todo, aún nos queda la posibilidad de creer, de esperar y de amar.

Creer que Dios no abandona a esa persona y que la oración por ella dará sus frutos en el tiempo oportuno. Esperarlo todo de la fidelidad y el poder del Señor. Amar a esa persona sin dejar de llevarla en el corazón y en la oración, perdonando todas sus culpas y el mal que haya hecho, y expresando nuestro amor por ella de acuerdo con las circunstancias; un amor que no se puede traducir en hechos visibles, pero que se expre­sa en la confianza, en el abandono y en el perdón; un amor mayor y más puro cuanto más desgraciado. In­cluso cuando nada podemos hacer en el plano de los hechos, siempre conservamos esa libertad interior de perseverar en el amor: una libertad que ninguna cir­cunstancia, por trágica que sea, logrará quitarnos.

Ésta ha de ser para nosotros una certeza firme, una certeza liberadora y llena de consuelo en medio de esta prueba de impotencia: si yo no puedo hacer nada, desde el momento en que creo, espero y amo, algo ocurre en el plano de “lo invisible”, y sus frutos se manifestarán antes o después, en el tiempo de la misericordia divina. El amor, aunque pobre e im­potente en apariencia, siempre es fecundo y no pue­de no serlo porque participa del mismo ser y de la vida misma de Dios. Y la esperanza no quedará confundida, pues el amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado (Rom. 5,5)

Como resumen de aceptar las contrariedades, podríamos quedarnos con la transformación de que no me quitan la vida sino que yo la entrego y la ofrezco libremente, en nombre de qué… en nombre de la dinámica pascual, de que no sea yo, sino Cristo quien deseo que viva en mi, y eso me descentra y le convierte a Él en el único centro de la vida que conduce mi vida llevándola a la Vida: esas pequeñas muertes que acepto como lo mejor que puede sucederme para dejar que el Espíritu haga brotar de la “pérdida” la “ganancia”, el hombre nuevo.

Tenemos muchos ejemplos paradigmáticos y uno de ellos es la noche oscura de San Francisco de Asís, que fue su proceso de purificación y también de iluminación, al comprender que no era “su obra” sin la obra de Dios: sólo Dios basta.

Preguntas para la reflexión:

1.- ¿Cuales son mis reacciones habituales ante las contrariedades de la vida? Comparte en el grupo.

2.- ¿Cómo me manejo en las situaciones de oscuridad en las que es muy difícil conocer la Voluntad de Dios? Comparte en el grupo.

3.- Compartir lo que más me ha impresionado de la charla de hoy.

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