CLAVAR LA CRUZ EN EL CENTRO DE LA VIDA

CRUZ DEL ORATORIO

Hoy, día de la fiesta litúrgica de La Exaltación de la Santa Cruz:

Dice San Bernardo que “nuestra Orden es la Cruz de Cristo”. ¿Qué significa esto? No pretendo hacer un tratado, ni una exposición exhaustiva. Simplemente me he preguntado a mí mismo qué repercusiones o aplicaciones tiene, y tal como han salido os las comparto. Y reconozco que pueden estar hasta arriba teñidas de subjetividad. Cada uno de vosotros podría seguir aportando muchas aplicaciones o conclusiones.

Lo que sí os puedo decir, es que es una cita que siempre me ha llamado la atención. Como que siempre he tenido la intuición de que encierra una gran verdad, que en la medida en que la digiramos y asimilemos, puede ayudarnos mucho en nuestro camino monástico.

Estamos llamados a mirar la Cruz para quedar sanados y salvados. Pero no mirarla de cualquier manera sino desde abajo. Entiendo, entre otras cosas, que mirarla desde abajo, es mirarla con humildad, con la actitud reverente ante un Misterio que nos trasciende, que nunca acabaremos de entender, que supone mucha fe en medio de la incomprensión; paciencia a toda prueba ante los límites; supone fiarse de Aquel que conoce mejor que nosotros los designios de la historia, lo que va a ser mejor para nosotros. “Señor, tú me sondeas y me conoces, me conoces cuando me siento o me levanto…” (Salmo 138).

¡Qué importante es clavar la Cruz de Cristo en el centro de la vida! Que ella sea el referente último a quien podamos siempre contemplar. La Cruz de Cristo que envuelve todas las cruces del camino, que las asume y las redime; que las da sentido en el sinsentido de la fe. Cuando la Cruz está clavada en el centro de nuestra vida, todo queda relativizado, se recoloca en su sitio, y hace capaces de caminar con la certeza de que cada situación de la vida, pase lo que pase, Dios está presente, porque Jesús estuvo, está y estará presente en las situaciones más impresentables, más aparentemente de “menos Dios” de la vida. En la Cruz de Cristo hasta el pecado y el mal quedan asumidos y redimidos: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”.

Hasta aquí todo es sencillo. Lo difícil es cuando aterrizamos en nuestra realidad concreta. “Nuestra Orden es la Cruz de Cristo” desde el inicio hasta que nos muramos.

Quizás en muchas ocasiones haya sido una cruz gloriosa:

– Cuando recibimos la vocación, hubo dificultades, incomprensiones, tensiones, la vida se dislocó de alguna manera, y a pesar del gozo hubo también oscuridad y problemas.
– En el ingreso, cambio de ritmo, de costumbres, de adaptación a una nueva realidad que costó tensiones, dudas, esfuerzo al emprender un camino nuevo y desconocido.
– A lo largo del proceso monástico:

  • El duro encuentro con uno mismo, con cosas que no gustaban de sí mismo: aceptar el propio cuerpo, las tendencias personales, los complejos, ese mundo interior fantasmagórico lleno de necesidades abismales… “no hago lo que quiero y lo que no quiero, lo hago”.
  • El duro encuentro con los hermanos: decepciones, sentimientos de inferioridad, comparaciones… Todo un mundo de cosas que separan del ideal de la comunión… Y la Cruz ahí clavada enseñándonos a asumir, a aceptar, convirtiendo las adversidades en maestros.
  • El duro encuentro con Dios, este Dios que siempre se escapa a ser poseído y domesticado, con una enorme purificación de ídolos y de dioses falsos. Resistiéndonos a no dominarle, a que no sea nuestro, y Él sigue diciéndonos: “Dejad que Dios sea Dios”.

La vida es como el movimiento de un péndulo que se mueve entre dos opuestos polares: entre la felicidad y la tristeza, entre la satisfacción y la insatisfacción, entre conseguir lo quieres y no conseguir lo que quieres, entre la salud y la enfermedad. Y además es un movimiento continuo.

Nuestra tendencia natural es la de desplazar toda la energía hacia uno de los polos –el que llamamos positivo- y eliminar cualquier movimiento hacia la parte que no nos gusta. Esto es imposible porque el péndulo tiende a desplazarse al lado opuesto. Es imposible eliminar uno de los polos. Y sin embrago, nos empeñamos constantemente en ello.

Si la solución no puede ser “eliminar”, entonces el camino tiene que ser otro. Tiene que ser el de la aceptación amorosa, que no es la aprobación. Lo que sucede es lo que sucede, lo que sale es lo que sale, lo que obtenemos como resultado, es lo que es, y necesitamos aprender a aceptarlo. Eso no quiere decir que lo aprobemos. Pero lo hecho, hecho está y si no lo amamos genera sentimiento de culpa, etc., pero de la culpa de la omnipotencia infantil. Y al momento siguiente habrá que seguir caminando, pero ya reconciliado.

Cuando Jesús en la Cruz dice: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”, no está dando su aprobación, ni diciendo: “¡qué chicos tan majos”!; no. Jesús quiere asumir y reconciliar consigo, redimir la parte oscura de la historia, de la vida. Porque si Dios es Dios, nada puede escaparse a su Amor.

La Cruz es maestra en el amor porque:

  • Nos enseña a amar no lo que debería ser, sino lo que es. Pero hay en nosotros una resistencia a aceptar lo que es, porque casi siempre pensamos que lo que es podría haber sido de otra manera.
  • Nos ayuda a transcender nuestros criterios limitados y a asomarnos a los criterios de Dios, casi siempre incomprensibles. Continuamente discernimos y juzgamos con criterios muy inmediatos y miopes, y no vemos más allá, no podemos entender que puede haber otra manera de ver las cosas. Nosotros captamos los fenómenos desconectados los unos de los otros; sin embargo, en Dios todo está interrelacionado y conectado. Todo es uno en el que todo lo abarca. Ejemplos: el cuento taoísta del granjero (buena suerte, mala suerte; puede ser); Un suponer: me quedo ciego peo al cabo de un tiempo descubro que es la mayor gracia que he recibido.
  • El monje está crucificado y es por ello por lo que puede ser uno, unificado. Y “uno” quiere decir “no-dos”. En el monje, en el uno, no hay dualidad, no hay mal y bien, positivo y negativo. Nada se le escapa a Dios, todo está recapitulado por Él. En el monje unificado habita el Uno, y por eso rezuma bondad y, al mismo tiempo, la maldad que a él se acerca, queda perdonada y redimida. El Crucificado es el Resucitado en una identidad sin fisuras.

Imagen: Detalle del icono de la Cruz que preside a nuestro Oratorio. Pintura de Xaime Lamas, monje de Sobrado. Fotografía de Miguel Castaño.

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