A veces pienso que una de las desgracias más grandes que sufrimos en las iglesias cristianas es que nuestra fe no nace del encuentro personal con Jesucristo en la Santa palabra. Nuestras gentes tienen, si es que la tienen, una fe dogmática, frías fórmulas acuñadas en el cristianismo a lo largo de los siglos. Con eso no basta: una definición dogmática no nos hace cristianos ni testigos de Jesucristo.
¿Qué es lo que nos hace cristianos? Antes de creer en un conjunto de verdades, la fe cristiana consiste en creer en Jesucristo. Esto es lo decisivo. Por eso es importante que a nivel personal y comunitario nos interpelemos sobre nuestra fe en el Señor: ¿Es Jesús para mí, para nosotros, el Señor de la historia? ¿Es Jesús el único Señor de la Iglesia? ¿Es Jesús el Señor de la comunidad religiosa o parroquial? Tal vez con demasiada frecuencia nos olvidamos de sus avisos: «Mirad que no os engañe nadie. Vendrán muchos usurpando mi nombre diciendo: Yo soy, y engañarán a muchos». Y este engaño desgraciadamente recorre la historia. Por eso, confesar a Jesucristo como nuestro único Señor nos lleva por caminos que muchas veces no queremos recorrer.
Confesar a Jesucristo conlleva que la palabra y la vida deben caminar juntas y no seguir caminos antagónicos entre ellas. Es significativo como en el relato evangélico (Lc 9,18-24) después de la confesión de Pedro de Jesús como el -Mesías de Dios-, Jesús da dos anuncios, como indicando que no basta confesar un mesianismo, sino acoger la vida que proyecta ese Mesías como cambio de mentalidad y de abrirse a todas las dificultades que una fe profunda y coherente conllevan dentro de sí. Por un lado el rechazo de los poderes de este mundo a abrirse a un camino de fraternidad, justicia e igualdad de los hijos de Dios. Es un camino recorrido, además de Jesús, por muchos hombres y mujeres a lo largo de la historia y que los llevó a muchos de ellos a una muerte cruel, o a una muerte moral que es más de lo mismo pero más lenta y dolorosa. Por otro lado, nos da un segundo aviso: no es fácil el seguimiento, por eso la vida del discípulo es un camino de ascensión paulatina en el que se dan muchos procesos y en todo ellos está la cruz de cada día.
Esta -Cruz de cada día- lleva dentro de sí tres piedras preciosas simbólicas: el rubí, la esmeralda y el diamante. El rubí es símbolo del amor y del sufrimiento, es la sangre derramada, de la renuncia que desgarra pero que libera, de lágrimas de sangre, pero sanadoras. La esmeralda es el símbolo de una fe que genera confianza y esperanza, que mira al horizonte sabiendo que, en medio de todos los obstáculos y de las noches, de todas las travesías del desierto, nos acompaña la presencia del que nos ha precedido en los caminos de la vida. Y el diamante, la piedra traslúcida, la que recoge todos los soles de la resurrección, el que fue pulido en el desprendimiento y de la negación de uno mismo para abrirse al amor que nace de Dios dentro de nosotros convirtiéndonos en testigos de la vida de su Hijo.
Tenemos que devolver a Jesucristo a nuestras gentes, el Jesús del Evangelio, y para ello necesitamos devolverles la Santa Palabra y así reafirmar mucho más la centralidad de Jesús en la Iglesia. Todo lo demás viene después, porque la seguridad que nos pueden dar las fórmulas doctrinales, si no nos abren el camino de un encuentro verdadero con Cristo, nos ocurrirá lo mismo que a Pedro que, después de hacer una solemne confesión de fe delante de la comunidad de discípulos, intenta alejar a Jesús de su compromiso por el Reino hasta las últimas consecuencias, y recibió por ello una de las reprimendas más dura de Jesús: ¡Quita de mi vista Satanás! Ahí es nada.
Tomar la Cruz no significa un camino cruel, sino una decisión de ser coherentes con el plan salvador de Dios revelado en Jesús de Nazaret y que lo llevó a enfrentarse a un mundo injusto en lo político y religioso y tomar partido por los más pobres y perdidos. Al justo le espera únicamente el ser combatido. Mantenerse fiel del lado de la justicia, fiel a Dios y al camino trazado por Jesús y fiel a todos los que sufren la injusticia de las instituciones, multinacionales e integrismos religiosos, es entrar en la dinámica de la obediencia a Dios que quiere que todos vivan como personas libres. Vivir el amor hasta el extremo muchas veces nos puede llevar a un final ignominioso.
Tenemos que caminar en este maravilloso camino de la fe viva y dinámica mirando siempre -AL QUE TRASPASARON-. No hay situación feliz o desgraciada que Él no haya vivido. Por eso es el que inicia y consuma nuestra fe, el que nos sostiene con su PALABRA PODEROSA.
Acabamos nuestra reflexión con unas palabras de Javier Melloni:
Para venir a Jesús…, tenemos que rendir el yo y dejar de querer ser para configurarnos por un modo de existir que, siendo aparente disminución, es la única manera de crecer y de acceder al Ser. Lo que caracteriza a este crecimiento tras la disminución es que ya no se vive a costa de nadie, sino que la existencia se concibe con, para y hacia los demás. Abandonados y entregados, podemos dejarnos moldear para que Él imprima la imagen del Rostro original. Su rostro impreso en nuestro rostro no nos despersonaliza, sino que nos transfigura.
Gracias.