Jesús es el pan de vida. Para encontrarse con el hombre en el corazón de su vida, Jesús eligió el pan. Dios entra en la vida de los hombres bajo el signo del pan -Jesús nace en Belén, que es la casa del pan– y Dios permanece para siempre en la vida de los hombres desde que Jesús, al atardecer de su vida, toma en sus manos el pan al abandonar este mundo. Él es también el vino nuevo que alegra el corazón del hombre. Mientras que el A.T. describe el cielo y la tierra nuevos como un banquete de manjares enjundiosos y vinos generosos, Dios en Jesús se queda con nosotros totalmente sumergido en la realidad, siendo honrado con ella. Sin hacer alarde alguno de ostentación, permanece anonadado, confundido con la masa. Pasa inadvertido, casi como confundido con lo más cotidiano, recordándonos que las cosas de Dios son siempre sencillas. Es el pan nuestro de cada día capaz de alimentarnos en cualquier situación, en los sabores y sinsabores de la existencia.
No es fácil hacerse pan. Hacerse pan significa: que uno ya no vive para sí mismo sino para los demás; que ya no posee nada, ni cosas, ni tiempo, ni talentos… todo lo propio es “de y para los demás”; significa que uno se hace disponible a tiempo completo; que tiene que tener paciencia y mansedumbre, como el pan que se deja amasar, cocer, partir; que se va haciendo humilde como el pan, que no está en la lista de los platos exquisitos, sino que está ahí siempre para acompañar; que debe cultivar la ternura y la bondad, porque así es el pan: tierno y bueno; que debe vivir siempre en el Amor más grande: capaz de morir para dar vida como el pan. Cuando uno se deja amasar por las contrariedades, los trabajos y el servicio a todos, cuando se deja cocer por el fuego del Amor del Espíritu, entonces es cuando puede ofrecerse a todos los que tienen hambre.
Jesús quiere que preparemos su banquete universal en el gran sacramento que es el mundo. Quiere compartir con nosotros el don de su presencia, en una fiesta sin fin que nunca acabará. Jesús mismo coge el pan, que es el fruto de nuestro trabajo, para convertirlo en su cuerpo. Y transforma nuestra uva prensada con esfuerzo, en gotas de su sangre. Uniendo su lucha a la nuestra, nos prepara para el día de su Reino. Y de esta manera es como la vida se convierte en un gran sacramento.
Dice Teresa de Calcuta: “Para mí, Jesús es: El Pan de Vida, para que sea mi sustento. El Hambriento, para ser alimentado”. Jesús es el que sustenta y el que es alimentado, es el que tiene y es el que carece, es el que da y el que recibe, es la abundancia y la escasez, es la fortaleza y es la vulnerabilidad… Jesús es el que ama y es el que es amado. Misterio del Amor. Jesús es el Amor mayor, envolvente, que se revela y se desvela en una relación de amor, de amistad y de ternura entrañable entre el que da y el que recibe. Jesús es el amor, es el amor humano y es el amor divino, es el Dios encarnado. Jesús es la intrépida aventura del amor. ¿Acaso no experimentamos que estamos vivos cuando tenemos un corazón de carne capacitado para amar y ser amados? Pero lo cierto es que nos atemoriza la vida porque nos da miedo esta intrépida aventura del amor.
Y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo. Todo el universo profundo de la vida humana, como la dimensión del amor, de la amistad, de la relación, del sentido último de la vida y de la muerte, todas estas dimensiones que nos afectan existencialmente se expresan preferentemente en el registro simbólico y mítico, mejor que en el registro de la racionalidad analítica y seca. El comer y el beber son símbolos increíblemente profundos de lo que tenemos que hacer con la persona de Jesús. La carne y la sangre son la humanidad, la carne y la sangre hacen evidente la realidad humana, carnal, sólida, tocable, mortal. La carne y la sangre son la fiabilidad de nuestra fe en Jesús. Si no fuera carne y sangre sería mentira. Si no fuera carne y sangre sería mito. Si no nos tragamos enteramente la humanidad jamás nos alimentaremos de la divinidad. Sólo tiene vida eterna el que come la carne y la sangre, la humanidad real de Jesús. Tenemos que identificarnos con él, con el pan de vida, para que sea mi sustento; con el hambriento, para ser alimentado. Tenemos que hacer nuestra su propia vida, tenemos que masticarlo, digerirlo, apropiarnos de su sustancia. Su vida tiene que pasar a ser nuestra propia vida. Solo de esta forma haremos nuestra la misma Vida de Dios. Cuando accedemos a la experiencia que vivió Jesús, participamos de una vida que no muere jamás.
En cada eucaristía, al partir el pan de la vida, recordamos que en todas nuestras luchas por ser personas que aman y están vivas, Dios está con nosotros. La gracia de Dios está con nosotros, también en los momentos de lío y de fracaso, para ponernos nuevamente en pie. Podemos estar seguros de que todos nuestros intentos por amar darán fruto. ¡Y por eso no tenemos que temer! Podemos adentrarnos en esta aventura del amor, con confianza y coraje.
La eucaristía trasciende el rito particular perteneciente a una religión, para verse como la celebración de una presencia en la que todos los seres humanos nos reconocemos. Una vez más, Jesús es el espejo en el que vemos lo que somos. Estamos en esta vida para desentrañar, saborear y ser envueltos por el Misterio del Amor. Todo es Gracia.
Intrépida aventura del amor!!!.
El pan que nos da Dios,que es Jesús mismo hecho comunión para la vida de la humanidad,su finalidad es ofrecernos un modo diferente de vivir. Mesa de amor, mesa de comunión y acogida. Todas las razas, lenguas,culturas,condiciones sociales,políticas y económicas dejen de ser causa de separación, para sentarse en la mesa común soñada por Dios. Así el Evangelio se convierte en norma de vida.
Preciosa y magnífica homilía. Gracias por compartirla