Todas las religiones suelen tener un sentido reduccionista de la salvación. De sobra conocemos lo nefasto que fue el dicho de que «Fuera de la Iglesia no hay salvación». Lo que provocó mucho dolor, sangre y lágrimas en una larga etapa de la historia del cristianismo. Y, precisamente, las lecturas de este domingo no nos hablan de una salvación reduccionista, sino de la universalidad salvífica, de un camino de todas las naciones a contemplar la gloria del Señor.
Jesús acabó con los privilegios excluyentes de las religiones que se ven a sí mismas como “verdaderas” y piensan que las demás son falsas, lo que produce un desprecio hacia los otros, división de todos y una secreta soberbia que pone a unos seres humanos más cerca de Dios que otros. Por lo tanto, la pregunta no es: ¿Cuántos serán los que se salven? ¿Cuántos tendrán acceso al Reino de Dios? ¿Quién se salvará? ¿La humanidad entera? Jesús no responde a esta cuestión. ¿De qué sirve conocer el número de los elegidos? Lo importante, la clave del entendimiento de este evangelio desconcertante, es saber qué hay que hacer para salvarse y cuáles son las exigencias para acceder a esta Salvación. La salvación verdadera no se entiende más que en un contexto universal, como dice el profeta Isaías: «Yo vengo a reunir a todas las naciones y lenguas; vendrán y verán mi gloria». Sentarse en la mesa del Reino de Dios es una gracia, no un derecho de sangre, de raza o de religión.
«Entrar por la puerta estrecha» nos está refiriendo a Jesús como «PUERTA»: «Yo soy la puerta; si uno entra por mí, estará a salvo; entrará y saldrá y encontrará pasto». Entrar por la puerta estrecha es «seguir a Jesús»; aprender a vivir como Él. El seguimiento se pude hacer desde una fe personal en la persona de Jesús como Hijo enviado por el Padre, sería la fe del creyente; o, desde una vida comprometida con la paz y la justicia cuyo fruto es un amor gratuito a todo ser humano y a toda la creación, que es el modo de vivir de millones de hombres y mujeres que no tienen una fe religiosa. Porque en el seguimiento de Jesús no todo vale, no todo da igual, sino que los valores del Reino por excelencia: PAZ-JUSTICIA-AMOR, la entrega a ellos es la puerta más estrecha que podemos franquear, porque ancha es la puerta que conduce a la perdición, que es la frialdad y la indiferencia a las situaciones de injusticia que se viven en la humanidad.
Jesús era contrario al rigorismo legalista de muchos grupos religiosos de su tiempo y, por ello, de los grupos rigoristas que hay en nuestras iglesias cristianas. En Jesús de Nazaret siempre volvemos al mismo principio y centro de su enseñanza: El amor radical a Dios y a los hermanos. Por eso su llamada es fuente de exigencias, no de angustia por saber el número de los que se salvan. El amor, no lo olvidemos nunca, es lo más exigente porque es el sello de la autenticidad de nuestra vida y entrega. Es por eso que solo el amor es digno de fe. Porque en la vida el amor es quien abre sus puertas a todas las posibilidades humanas de bondad, de tolerancia y respeto. Quien vive encerrado en sus propios intereses, esclavo de sus ambiciones, de sus deberes religiosos y de una moral restrictiva, podrá lograr muchas cosas y tranquilizar a su mente enfermiza, pero su vida es un fracaso. El amor es exigente y cuando nos abrimos a él nos crecen alas de águila para volar por encima de los egoísmos, envidias y resentimientos y nos lleva por el sano camino de la libertad que nos dio Cristo Jesús.
El amor nos humaniza, hace que nuestra vida tome conciencia que ser humano, además de una dignidad, es también un trabajo y una lucha contra aquello que nos puede deshumanizar. En la vida no hay grandeza sin desprendimiento, no hay libertad sin sacrificio, no hay vida sin renuncia. Pero tenemos que tener muy en cuenta los creyentes cristianos que hay dichos de Jesús de Nazaret que, si no sabemos leerlos en su verdadera perspectiva, nos pueden conducir a una grave deformación de todo el Evangelio. Así sucede con la sentencia del evangelio de este domingo: «Luchad por entrar por la puerta estrecha». Leerlo así, sin más, puede llevarnos a un rigorismo estricto, rígido y antievangélico en lugar de orientarnos hacia la verdadera radicalidad exigida por Jesús, que no es otra que la ley del amor y de la entrega de toda la persona a los valores del Reino. No se trata, por tanto de realizar un esfuerzo voluntarista para conquistar la salvación, sino de predisponer cada fibra de nuestro ser a acoger el don de la gracia de Dios, «que quiere que todos los hombres se salven», como nos recuerda San Pablo. Y a todos se ofrece esta salvación por medio de Cristo Jesús. Él es la puerta, el que entra por ella será salvo y encontrará la sala del banquete donde las gentes de Oriente y Occidente, del Norte y del Sur celebran la fiesta de la vida. Nadie será excluido.
Gracias, gracias!
Esta homilía es maravillosa, no tiene desperdicio.
Gracias!
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