Dice San Pablo en la Carta a los Colosenses que hemos escuchado: «Demos gracias a Dios Padre (…) Él nos ha sacado del dominio de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino del Hijo de su amor» (1,12-13). ¿Qué Reino es este, el del Hijo de su amor? Celebramos hoy, en este último domingo del año litúrgico, la solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo. Celebramos la realeza de un Mesías que «reina desde el madero», como gustaban decir los Padres de la Iglesia. Por eso el evangelio de hoy tiene como escenario el Calvario. Y en el centro destaca no un trono majestuoso, sino una cruz, o sea, el patíbulo de los esclavos. En el Calvario, Cristo –que está coronando, no una conquista espectacular, sino una obra de reconciliación y de paz- está en su palacio.
Lo que contemplamos en el Calvario es la culminación de una vida entera. Constantemente, a lo largo de su vida, Jesús rompe fronteras para estar con los últimos: las fronteras impuestas por la pureza ritual, por la concepción del pecado y de la enfermedad, por la nacionalidad o por el género. En la vida de Jesús hay un evidente carácter marginal, porque su reino es para todos, y en él muchos de los últimos serán los primeros.
En la cruz – la muerte ignominiosa reservada a los últimos de los últimos -, asistimos a un impresionante diálogo, que hoy se nos ofrece en el evangelio: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». Y Jesús le contesta: «Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,42-43). Cuenta el texto que esta petición la hace uno de los malhechores crucificados al lado de Jesús. Ahí está Jesús, al lado de quien nadie quiere estar, sumergido hasta el fondo de toda la miseria humana, en un misterio insondable de amor. Dos hombres en agonía abren juntos las puertas del paraíso, se abrazan la miseria y la misericordia, la Tierra ya es Cielo, en el calvario de entonces, iluminando los de hoy.
No fuera su puesto el último y en el banquete del Reino no tendrían lugar los pobres, los lisiados, los cojos y los ciegos, los pecadores, y todos aquellos que nada tienen con qué pagar o retribuir. No fuera su puesto el último y la gracia – que es la naturaleza de Dios – no podría manifestarse en Él. El último puesto, Jesús lo descubre en obediencia al Padre, como el propio suyo, como el lugar de su verdad y, por lo tanto, de su libertad. En Jesús, Dios ocupa el último puesto porque «el pobre clamó y el Señor lo escuchó» (Sal 34,7). La vida del pobre es el telón de fondo de la Revelación, ayer y hoy. El gran misterio de Dios no es que Él habite la luz inaccesible, sino que penetre tan bajo hasta donde el ser humano no tiene otra compañía que las tinieblas.
Los profetas apocalípticos gritan en las plazas y en los templos; les encantan los púlpitos y tienen una secreta fascinación por la violencia y por la destrucción. Proyectan sobre los demás la amargura que llevan dentro. Jesús, al contrario, es el profeta manso y humilde de corazón, el amante de la vida, que desea hospedarse en nuestra casa, que mira a los ojos, que se sienta a la mesa con nosotros, que escucha el dolor, y no grita, porque lo más genuino de la vida (bondad, amor, perdón) no se dice a voz en grito, se dice en la quietud, de corazón a corazón, como un susurro.
La suave locura de Dios es esperar por cada uno, porque «la locura de Dios es más sabia que los hombres» (Cf 1 Cor 1,25). Jesús es el pastor paciente, que nos da tiempo para reconocer los fragmentos, para reconocerlos y para amarlos, porque su pasión es la reconstrucción. Su pasión es sanar. Esta es su fuerza: la fuerza de servir la vida frágil, de guardarla, de cuidarla, de reactivar la esperanza. Para Él ningún de nosotros está acabado, y nadie está para siempre perdido. Su alma se estremece con los recomienzos. Nos dice una y otra vez: puedes nacer de nuevo.
En cada ser humano, aún en lo más desesperado, hay siempre un punto de luz, aunque sea un fuego moribundo, agonizando bajo una gruesa capa de ceniza. Jesús, que ve el corazón, penetra en nuestra zona oscura hasta encontrar una pequeña ascua. Él ha venido a traer el fuego a la tierra y desea que este fuego esté ardiendo. Jesús es un experto incendiario. No apaga, no condena, nunca desiste de hacernos seres luminosos.
¡Este es nuestro Rey! Aquel que, de igual para igual, de corazón a corazón, nos dice: «Te aseguro: Hoy estarás conmigo en el paraíso».
Me emociono hasta las lágrimas con esta homilía.: Respira amor y sabiduría. Gracias.
Gracias por esta homilía. ¡qué tranquilidad y paz da tener y conocer la suave locura de Dios…..
Gracias.
Sí, me gusta mucho. Gracias.
Dios tiene sus caminos para encontrarse con cada uno de nosotros, y no siempre pasa por donde dicen los teólogos. Lo decisivo es tener un corazón que escucha la propia conciencia.
Toda la humanidad, junto con toda la creación, está llamada a participar de esa plenitud.
Gracias por compartir esta magnífica homilía. Llega al corazón.
Gracias por compartir la luz que el Señor te ofrece
Gracias
«(…) Dinos unha e outra vez: podes nacer de novo. (…) Non apaga, non condea, nunca desiste de facernos seres luminosos. (…) «Asegúroche: Hoxe estarás comigo no paraíso»».