Tú eres el Mesías, el Cristo. Esta es la confesión de fe que hacemos junto con Pedro. Pero también, lo mismo que Pedro, nuestras expectativas sobre el Mesías necesitan ser continuamente evangelizadas, porque nosotros predicamos un Cristo Crucificado, fuerza de Dios y sabiduría de Dios, escándalo para los judíos y necedad para los gentiles.
El terrible suplicio de la crucifixión despertaba en el mundo antiguo horror y espanto. Pasados los primeros siglos tras el escándalo de la cruz, el que era un instrumento de tortura, empieza a ser visto y venerado como signo de salvación, al interpretar la muerte de Jesús como misterio salvador. Con el paso del tiempo, en la cultura popular, cargar con la cruz se ha utilizado para referirse a todo aquello percibido como dolor, molestia o simple incomodidad. Pero si volvemos al Evangelio, cargar con la cruz significa asumir, de manera lúcida, como Jesús, las consecuencias dolorosas de una opción de vida marcada por la fidelidad y la entrega.
En el ámbito espiritual, quien se apasiona por una humanidad nueva asume de modo consciente la cruz, símbolo de la muerte del hombre viejo, del propio ego, que queda clavado -definitivamente entregado- en ella.
Tenemos miedo de ponernos en disposición de permitir que Jesús, el Cristo, transite nuestra vida, haga trizas nuestros planes y esclarezca que no somos quienes pensamos que somos. Cuando imaginamos que nos perdemos, es cuando nos encontramos. Con la pérdida de nuestros dioses pequeños y caseros, se nos abre la puerta a la trascendencia.
La vida es dramática. Una y otra vez ocurren situaciones dolorosas. El sufrimiento forma parte de la vida. No podemos escapar de él. La vida está jalonada de pérdidas que nos invitan al duelo. No podemos huir del duelo por las pérdidas. Nos cuesta aceptar el dolor del despojamiento, y con ello perdemos la ocasión de humanizarnos. Preferimos quedarnos estancados en los viejos patrones y perdemos con ello la oportunidad de arribar a un puerto de mayor anchura y libertad. La verdadera alegría adviene con el desasimiento. La angustia del morir es indisoluble de los dolores de parto del nuevo nacimiento, porque tienen que extinguirse viejos conceptos, viejas teorías, viejas formas de vida y cosmovisiones obsoletas. La muerte y el nacimiento son tan sólo las dos caras de la misma moneda. Nos vamos humanizando en la medida en que estamos dispuestos a aceptar que nuestra vida está sembrada de muertes y resurrecciones simultáneas.
El Dios que se nos revela en Jesús, sólo desea mostrarnos toda la vida oculta de divinidad y de humanidad nueva que habita en nuestro corazón. En el Mesías Crucificado se nos regala la sabiduría, la grandeza y la misteriosa fuerza de Dios, el tesoro escondido, la perla preciosa que nos anima a poner la riqueza de nuestra vida al servicio del Reino de Dios. Pactamos con la muerte cuando nos aferramos a lo que tenemos, cuando queremos que todo nos satisfaga y nos haga sentir completamente en orden. Hablamos del miedo a la muerte, pero en realidad tendríamos que hablar del miedo a la vida, porque vivir es estar dispuesto a morir una y otra vez.
Cuando confrontamos nuestras fortalezas y posibilidades con las de Dios, rebasamos la frontera del misterio, descubrimos ‘lo más allá’ de Dios, su fuerza y su grandeza, que nos dispone a confiar la vida en sus manos. Lo que hace gestar el ser humano nuevo es la rendición y la entrega de nuestras fuerzas y de nuestra libertad en Dios.
Que en esta Eucaristía nos penetre el sentido evangélico de que cargar con la cruz significa asumir, con lucidez, como Jesús, las consecuencias del amor que no rehúsa exponerse al dolor y de la misericordia que nos acerca de corazón a la vida dramática y sufriente de los seres humanos.
Gracias
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