El miedo y la desconfianza se han instalado en el corazón de millones de personas que piensan en el futuro como un reto insuperable. Andamos obsesionados contratando seguros, porque queremos tener seguridad, sentirnos protegidos, tanto a nivel social como en nuestra esfera más íntima. No podemos olvidar que apelando a la paz y a la seguridad internacional se siguen desarrollando sistemas de armamento absolutamente destructores. También en nombre de la seguridad interior muchas personas caen en terribles dependencias psicológicas o farmacológicas que nunca terminan de resolver nada, pues el miedo sigue anidando en el corazón humano. Son innumerables los que hoy en día padecen terribles crisis de ansiedad y de angustia sin ningún motivo aparente, pues nuestro estilo de vida nos hace esclavos de unas necesidades ‘innecesarias’ que, al faltarnos, provocan en nosotros fobias y miedos desconocidos.
Puede parecer un contrasentido, porque se supone que son los adultos los que dan seguridad a los niños, pero según la rotunda afirmación de Jesús parece no ser así, cuando dice: dejad que los niños se acerquen a mí… de los que son como ellos es el reino de Dios. Un secreto que hemos olvidado, pensando que la autosuperación personal es el único camino para salir adelante en nuestras limitaciones.
Existe una necesidad absoluta de transformación interior para llegar a ser ‘pequeño como un niño’. Es importante descubrir el evangelio como buena noticia. El evangelio que no es otra cosa que la revelación de la ternura de Dios, de su misericordia con todos. Necesitamos abrir de par en par el corazón al evangelio para acoger el amor gratuito que se nos regala como gracia. Abrigarla en el corazón, reconociendo la ternura y la bondad de Dios, la revelación de su amor misericordioso, dejándonos transformar por él.
Cuando se proclama el evangelio, solemos escucharlo como algo prescriptivo, como un mandato -tenéis que ser como niños- dirigido a nuestra voluntad, como si de nosotros dependiera hacer algo que no podemos generar, como si pudiésemos por propio esfuerzo volver a ser como niños. Más bien tenemos que escuchar la buena nueva como algo descriptivo, es decir, como el retrato que nos detalla cómo es aquel que pertenece al reino de Dios, aquel que pobre e impotente se abandona al rey del reino, como Jesús, el Hijo, que se recibe, se expresa, vive desde el Padre y se vuelve, entonces, como un niño.
Nuestra procedencia como destinatarios de la gracia, tiene su origen en un hondo lamento, que nos hermana con el clamor de toda la humanidad. El gemido desconsolado de una humanidad que se siente fracasada e impotente para dar solución a su propia tragedia y sufrimiento y que clama desde lo más profundo de sus entrañas: ojalá rasgases los cielos y bajases. Nacemos de la experiencia de que solo Dios puede proporcionarnos una humanidad nueva, a la que nos abandonamos como pobres y pequeños.
Buscad el reino de Dios y todos se os dará por añadidura. Solo Dios puede cumplir en nosotros el evangelio. Nosotros tenemos que descerrar nuestra pobreza, nuestra tristeza, nuestro llanto, nuestra impotencia, nuestra esterilidad, manteniéndolas desnudas ante la aparición de la bondad de Dios. Y cuando en la intimidad con el Padre albergamos su amor incondicional y gratuito, entonces, nos volvemos como niños, emerge nuestro rostro original, nuestro ser verdadero, más allá de nuestro rostro herido que sobrevive, desde el personaje, como un adulto compensado.
El mundo de los niños es mucho más preciso y atento al detalle que el de los adultos. Mientras los adultos van y vienen vertiginosamente con la mente puesta en el pasado o en el futuro, los niños pequeños, rebosantes de espontaneidad, observan y disfrutan del presente inmediato en toda su plenitud. Cuando dejo de ser lo que soy, me convierto en lo que debería ser (Lao-Tse)
El tiempo previo a esta nuevo nacimiento, pasa por percibir dolorosamente la impotencia, la esterilidad, la imposibilidad de generar algo nuevo. Somos incapaces de sanar el sufrimiento, condensado en un sentimiento insoportable de indignidad y de culpabilidad, que colorea toda la existencia y que nos obliga a vivir habitualmente en estado permanente de alerta, con lo que eso supone de miedo, ansiedad, tensión, exigencia y estrés. La frustración reiterada de la necesidad de ser reconocidos hace que nos sintamos no-valiosos, no-dignos, incluso no-merecedores de existir.
Hoy el evangelio nos invita a dejarnos visitar por la bondad de Dios en nuestra humildad, en nuestra fragilidad, para recibir, como niños, la fuerza nueva de la confianza en la vida, que está en las manos de Dios, que es Papá y Mamá.
Gracias