Celebramos un año más la consagración de nuestro altar en esta festividad solemne de los santos y santas que siguieron la RB.
Me preguntaba, ¿por qué nos cuesta tanto vivir, día a día, la tónica y el trasfondo del buen celo del que nos habla la RB? ¿Por qué nuestras relaciones no son más fluidas, más distendidas, por qué no están penetradas de este buen celo que tanto quisiéramos poseer? Es como si cada de uno de nosotros lleváramos el bien y el mal dentro: una dualidad que nos hace sufrir y que no queremos.
La vida común no es sencilla porque está expuesta a tensiones por cosas que no son esenciales y por actitudes intolerantes que hieren y no crean un clima de confianza. Y, sin embargo, nos sentimos llamados a vivir nuestras relaciones fraternas con el dinamismo del buen celo, con la ilusión de una misión muy concreta: la de ser testigos de lo que hemos visto y oído, del amor que ha sido derramado en nuestros corazones. Nuestro deseo es hacer de la existencia un camino de vida plena y fecunda. Hay demasiado sufrimiento y dolor en el mundo, demasiadas vidas rotas, sin sentido, como para añadir aún más penuria. Esta vida se nos regala para que la vivamos con intensidad, con una inefable dulzura de amor hacia nuestros hermanos y hacia todos los que se nos acercan.
La vida fraterna no es fácil. La comunidad es el lugar de la revelación de mis límites y de mis egoísmos. Cuando empiezas a vivir de lleno con otros, descubres tu propia pobreza y tus debilidades, tu incapacidad para entenderte con algún hermano, tus bloqueos, tu afectividad o tu sexualidad perturbada, tus deseos que parecen insaciables, tus frustraciones y celos, tus odios, tus impulsos destructores… Mientras estabas solo, podías hacerte la ilusión de que amabas a todos. Ahora, que vives con otros, te das cuenta de que eres incapaz de amar a fondo, de estar disponible para ellos. Y si no eres apto para amar, ¿qué te queda de bueno? Sólo sientes la desesperación y la angustia. Te parece que el amor es una ilusión, y que estás condenado a la soledad y al fracaso.
En la vida fraterna comunitaria se revelan dolorosamente tus límites y las tinieblas de tu existencia. Se manifiestan insospechadamente los monstruos que llevas escondidos dentro de ti. Y esto, es difícil de asumir. Instintivamente, buscas disfrazar estos esperpentos, volverlos a esconder o negar que están. Entonces esquivas la vida de comunidad y la relación con los demás. Te buscas mil excusas, o bien pasas a otra etapa que es la de acusar a los demás y perseguir la bestia negra que ves en ellos. Pero, en cambio, si aceptas que tienes monstruos, y dejas que salgan a la luz y aprendes, por la gracia de Dios, a reconciliarte con ellos, entonces comienza el verdadero crecimiento hacia la anchura y la liberación.
La vida de comunidad es muy exigente. Nos pide salir de nosotros constantemente, tomando por guía el evangelio, siguiendo las huellas de Jesús, que pasó y pasa por nosotros, a través de cada rostro, de cada mirada, ofreciendo el amor que el Padre quiere que vivamos en plenitud. Un amor que ilumina y ventila el aire de la vida comunitaria.
Cuando vemos la comunidad desde la perspectiva del amor, entonces se nos convierte en una epifanía visible de la presencia invisible, pero real, del Señor en nuestros hermanos. Queremos amar porque cada uno de nosotros nos sabemos profundamente amados por Jesús. Dios quiere ser amado en el tú concreto de nuestros hermanos, sobre todo, de aquellos con los que vivimos, aunque nos cueste reconocerlo en sus rostros y en sus actitudes. En este ejercicio de ver en el hermano la presencia de Dios, aprendemos a aceptarle en su pobreza radical, soportando con gran paciencia sus debilidades, tanto físicas como morales, para llegar a sentirlas como propias. Porque Dios también se las ha apropiado y se ha hecho debilidad en nosotros. Si conseguimos vivir en esta dinámica, comprenderemos que el amor es como un fuego que devora, una llamarada divina, como dice el Cantar de los Cantares. Entonces sí que seremos una comunidad que vive en la alegría pascual, un testimonio vivo del triunfo de la vida sobre la muerte. Una comunidad en la que sabremos curar nuestras heridas y las de los demás, porque Jesús en la Cruz cargó con nuestra debilidad y sus heridas nos han curado. Éste es nuestro deseo y el mismo deseo de Dios: que vivamos con el corazón dilatado, con un amor ferventísimo. Así, pasaremos de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos.
Que María, Regla de los Monjes, que hoy hace 37 años que preside nuestro oratorio, nos enseñe a exclamar cada día, llenos de agradecimiento: Ved qué dulzura qué delicia convivir los hermanos unidos… en la Casa de Dios.
Gracias !!
Guau. Escrito desde lo más profundo. Gracias
Agradecido
Me conmueve leer este texto. Abrirse con toda la franqueza y humildad. Gracias!