Viajando hacia su propia Jerusalén

Formas circulares | Robert Delaunay | 1930

Hoy, en contexto de Navidad, celebramos la fiesta de la familia de Nazaret. Fiesta que quiere reforzar la verdad de la encarnación: que Jesús comparte nuestra vida en circunstancias semejantes a las de los demás seres humanos. No se trata de presentar ninguna visión idealizada de familia. Las idealizaciones se alimentan de lo que en nosotros no está reconciliado y no es aceptado y, por lo tanto, solo generan sufrimiento. La vida de cada uno de nosotros, tal y como es, es donde podemos tocar hoy el Verbo hecho carne.

Crear una imagen ideal, apoyándonos en Jesús o en su familia, es justamente el movimiento contrario al que está en el origen del Misterio de la Navidad. Si Dios se hizo historia, es una contradicción que nosotros tengamos que huir de nuestra historia para encontrarlo. Jesús no es un modelo externo que se nos impone, es, al revés, la posibilidad que se nos ofrece de, desde nuestra más concreta realidad, tocar la presencia de Dios como acontecimiento en el acontecer de nuestras vidas.

Fijemos nuestra atención en el evangelio: «Sus padres solían ir cada año a Jerusalén por la fiesta de la Pascua». (Lc 1,41)

Jesús peregrina a Jerusalén con sus padres. Estamos ante la normalidad de la vida de una familia judía de su tiempo y, además, ante lo que es común a todos los seres humanos: todos somos peregrinos hacia Jerusalén (no como espacio geográfico), en el sentido de que, en la simbología bíblica, Jerusalén es el arquetipo de la nueva ciudad, la ciudad de la paz, donde todas las lágrimas serán enjugadas, «la ciudad que no necesita del sol ni de la luna que la alumbre, pues la gloria del Señor la ilumina, y su lámpara es el Cordero. Y las naciones caminarán a su luz» – como nos dice el libro del Apocalipsis (21,23-24). Todos somos peregrinos hacia un lugar de plena luz, misterio que, a la vez, nos trasciende y nos habita, misterio de donde venimos y hacia donde vamos…

María, José y Jesús peregrinaban todos los años a Jerusalén. Iban y regresaban a Nazaret. Cuando Jesús tenía doce años no regresó con los demás, sino que se quedó en Jerusalén. Después de tres días de ansiosa búsqueda, finalmente sus padres lo encontraron en el templo «sentado en medio de los maestros, escuchándolos y haciéndoles preguntas».

Según parece, sorprendido por la preocupación de sus padres, Jesús respondió de un modo que puso de manifiesto la comprensión que tenía acerca de sí mismo: «¿Por qué me buscabais?… ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?»

En el contexto de la peregrinación familiar a Jerusalén, Jesús está viajando hacia su propia Jerusalén, hacia la dimensión más esencial de su identidad, donde intuía que emergería el sentido de su vida, su llamada, su misión.

La trasparencia de un Dios absolutamente compasivo, «Abba, Papá», que más tarde caracterizaría el ministerio público de Jesús, procedía de su larga experiencia de habitar consigo mismo, viajando hacia su propia Jerusalén. El núcleo de su persona y de su ministerio lo encontró en la casa del Padre, en el secreto de su corazón. El descubrimiento de su identidad, de su vocación, está estrechamente vinculado a una experiencia de intimidad con Dios. «Dichosos los que viven en tu casa, Señor.» (Sal 83,5)

«Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!» (1 Jn 3,1)

Jesús, mientras genera una crisis familiar, nos enseña algo de fundamental: Fíjate en el amor que el Padre te tiene y habita su casa, tú, hijo/a de Dios, porque ahí encontrarás la brújula de tu identidad y de tu libertad; y solo es posible habitar la casa del Padre si abrazas tu carne, tu historia, tu vida tal y como es, renunciando a todo tipo de idealización, porque es justamente ahí donde verás a Dios tal cual es, el amante infatigable de la vida.

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