La Palabra encarnada, fuerza y luz de nuestra esperanza

Maqueta para la tarjeta de Navidad | Maurice Raymond | 1957

Me gusta mucho hablar con un amigo no creyente, me gusta porque escucharlo porque es un hombre de convicciones muy profundas y de una gran objetividad cuando hace un análisis del tiempo presente y, sobre todo, me gusta escucharlo porque negando a Dios, con su vida lo proclama, lo engrandece y, sin él saberlo, deja a Dios ser Dios. En él se manifiesta la presencia del Dios encarnado en nuestras vidas. Una presencia que se muestra en su profunda calidad humana, en su sentimiento de la justicia, en su bondad, en su comunión con el dolor del mundo. Más de una vez me tiene dicho: «Escucha: viendo el mundo como está, bien do tanta podredumbre, el desánimo quiere entrar dentro de mí, pero no sé qué me pasa que llevo dentro de mí una fuerza interior que hace que siga manteniendo la esperanza de que un mundo mejor es posible y que merece la pena seguir luchando y esto hace que no me deje llevar por el desánimo». ¿Tú qué dices? Pues que eres un ateo teísta. Ya empezamos, me dice él, y nos echamos a reír.

Dice Pablo d’Ors que: «Los seres humanos nos parecemos todos, todos sufrimos por lo mismo, lo cual es cierto, pero todos los modos de sufrimiento son muy distintos según la actitud interior con que se viven o se asumen, porque todo sirve para construirnos o para destruirnos».

La fe puede ser una fuente de alegría y de creatividad, de abrir nuevos caminos a la esperanza, pero también se puede convertir en la puerta de un infierno que no nos deja vivir con alegría y paz cuando nos lleva a cometer las barbaridades más horrendas en el santo nombre de Dios.

La Palabra se hizo carne para que vivamos la vida y nuestra fe con la convicción de que Dios es el Emmanuel, el Dios con-nosotros, el que nos acompaña siempre desde el día de nuestra concepción. Dios no está mudo, la Navidad es la fiesta de la Palabra que nos fue entregada pera nuestra salvación y no se nos entregará otra. Toda otra palabra tiene que estar confrontada con ella porque es la que nos revela su amor, la que nos explica su proyecto y Jesús es el proyecto de Dios hecho carne de nuestra carne. A Dios nadie lo ha visto, si queremos conocerlo tenemos que ir al que nos lo dio a conocer: a Jesús, la Palabra hecha carne. No lo olvidemos, solo Jesús nos puede decir cómo es Dios porque Él es su rostro humano, su bondad, su cercanía.

¿Por qué seguimos buscando a Dios donde no está? Cómo cambia todo cuando comprendemos por fin que Jesús es el rostro humano de Dios. Todo se hace más sencillo y más claro. Ahora sabemos cómo nos mira Dios cuando sufrimos, cómo nos busca cuando nos perdemos, cómo nos entiende y perdona cuando lo negamos. Nos emociona ver como a Jesús se le conmovían las entrañas al ver a las gentes desfallecidas y perdidas como ovejas sin pastor. Esa es la mirada humana de Dios sobre sus hijos. En Jesús se nos revela la gracia y la verdad de Dios. Pero la tentación puede llevarnos a poner a Dios donde Él no está. Él quiere vivir en medio de nosotros, encarnado en lo más profundo de nuestra condición humana, identificado con nuestra debilidad, respirando nuestro aliento y sufriendo nuestros problemas. Pero nosotros lo que remos en lo más alto de los cielos, cuando él nos grita desde lo más profundo de la tierra. Lo queremos bien alto y glorioso porque nos molesta que sea débil, pequeño y pobre y tenemos que revestirlo de lo que Él rechaza: poder, gloria, honor, que son nuestras frustradas ambiciones. «Dios está en la carne dolorida del mundo», como dice León Felipe, y si no comprendemos esto poco podemos comprender de su encarnación, muerte y resurrección.

Si somos capaces de purificar la imagen de Dios en nosotros, amarlo y a cogerlo en su simplicidad comprenderíamos que Dios está en lo más íntimo de ca ser, que no es algo separado de nuestra vida. No es una fabricación de nuestra mente, nosotros solo podemos fabricar ídolos. No es una presentación intelectual o afectiva, un juego de nuestra imaginación.

Dios es presencia Real que está en la raíz misma de nuestro ser. La Encarnación no es algo que aconteció en el pasado, sino que es un presente que se prolonga en el tiempo. Cuando se concibe una nueva criatura se está concibiendo a Dios, por eso la persona humana es único espacio sagrado en el que Él verdaderamente habita y por eso Jesús de Nazaret nos dejó dicho que, el que hace daño a un hombre, a una mujer, a un niño, se lo hace a Dios. Tenemos que aprender a acoger esa Palabra que nace o quiere nacer cada día en nosotros, dejar entrar esa luz que ilumine nuestras tinieblas. Acogiéndolo, dejándolo que vivir en nosotros es el mejor modo de desnudar a Dios y a su hijo de todos los ropajes que les pusimos encima a lo largo de los siglos. Y, como muy bien dice el Maestro Eckhart: «Aparta de Dios todo lo que lo reviste y tómalo puro en el vestidor donde está descubierto y desnudo en sí mismo. Entonces permaneceréis en Él». Y esto nos lleva a mirar a la persona de Jesús como la Palabra de Dios encarnada y a nuestra humanidad como sacramento de esa presencia porque, lo humano y lo divino no son dos realidades que se excluyen mutuamente, porque si no somos capaces de ver la presencia de Dios en lo humano, nunca podremos comprender que la Palabra se hizo carne y que nosotros somos fruto de esa Palabra.

La vida y la fe tienen que pasar por la purificación y la evolución y siempre con los ojos fijos en Jesús, el primer guía que lleva a la perfección nuestra fe. Él es la Palabra hecha carne llena de gracia y de verdad, la única que puede darnos a conocer el verdadero rostro de Dios. Él es la puerta por la que el creyente puede entrar y caminar hacia Dios. En Cristo podemos vivir una vida tan humana, tan verdadera, tan profunda, que, a pesar de nuestros yerros y mediocridades, nos puede llevar hacia Dios. Es por eso por lo que comprendo que mi amigo diga que siente una fuerza interior que hace que siga manteniendo la esperanza.

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