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En el evangelio del domingo pasado Jesús llamaba bienaventurados a los pobres, a los hambrientos y sedientos de justicia, a los que lloran, a los que no pueden pensar en construir sobre sí mismos y sobre lo que tienen y, por eso se ponen confiadamente en manos de Dios. Estos reciben el reino como herencia, tienen un especial sexto sentido para las cosas del reino de Dios.
Hoy Jesús nos presenta hasta donde llega la exigencia de la ley evangélica y con ello viene a sugerirnos que solamente él, que vive dentro de nosotros y actúa en nosotros, pude cumplir el evangelio. Lo importante no es ser perfectos, sino ser humildes ante Dios y ante los demás. Cuando no se tiene esta actitud se debe a que no nos conocemos y a que no conocemos a Dios, aunque tengamos un conocimiento racional de Dios y del hombre. El ideal de perfección nos viene de los padres griegos, y ese ideal lo hemos identificado con el evangelio. Para ellos, la perfección consistía en que la parte superior del hombre, la razón, llevara las riendas de la persona. Que nada escapara al control racional. Que apetitos, pasiones, sentidos, fueran regidos y controlados por la mente. Sólo los que conseguían este objetivo podían considerarse plenamente humanos. Dejarse llevar del instinto era la mejor señal de embrutecimiento. Pero el gran peligro es que cuando uno cree haber logrado este objetivo, se siente superior a los demás y desprecia a todo el que no lo alcanza. Y todavía es peor no lograrlo, porque entonces se hace necesaria la simulación y se convierte en fundamental hacer ver a los demás que se ha alcanzado.
Tenemos un peligro en la espiritualidad que consiste en la idea de que se puede llegar a Dios por el propio esfuerzo. Los hombres han imaginado en general la perfección como un continuo crecimiento o como un proceso de ascensión con más o menos dificultades, pero como un logro del esfuerzo humano. En consecuencia, elaboran una determinada ascética que luego ofrecen a la magnanimidad espiritual de los otros como medio para ayudarlos a escalar los peldaños de la perfección. Pero no podemos llegar a Dios por el propio esfuerzo. No podemos lograr solos el ideal que amamos. En un momento dado llegamos a tocar techo en nuestras posibilidades y a comprobar allí que solos fracasaremos irremediablemente y que únicamente la gracia de Dios puede cambiarnos.
Jesús se dirige a los pecadores y publicanos porque los encuentra abiertos al amor de Dios. Los que se tienen por justos, no caen en la cuenta de que en su intento por observar todos los preceptos se están buscando en realidad a sí mismos y no a Dios. Son voluntaristas, creen poder hacerlo todo y solos. Les importa mucho menos encontrarse con el amor de Dios que con el cumplimiento literal de la ley. Quieren hacerlo todo por Dios, pero piensan que no necesitan de Dios. Lo único verdaderamente importante para ellos es el cumplimiento de los ideales y normas que se han prefijado. De tanto mirar a la letra de los preceptos se olvidan de la voluntad de Dios que en ellos se contiene. Jesús se lo echa en cara: Misericordia quiero y no sacrificios (9, 13).
El encuentro con Dios no llega nunca como recompensa a nuestro esfuerzo; es la respuesta de Dios al reconocimiento y confesión de la impotencia del hombre. La meta de todo camino espiritual es llegar a ponerse en manos de Dios. Jesús denuncia toda religión centrada en la idea del mérito y de la recompensa, y propone una actitud centrada en el reconocimiento de la propia verdad y en la afirmación de la gratuidad del amor de Dios. Una actitud que no juzga, no descalifica ni condena a nadie.
Jesús afirma que la misericordia no es solo el obrar del Padre, sino que ella se convierte en el criterio para saber quiénes son realmente sus hijos. Estamos llamados a vivir de misericordia, porque a nosotros en primer lugar se nos ha aplicado misericordia. La misericordia en la Sagrada Escritura es la palabra clave para indicar el actuar de Dios hacia nosotros (Francisco)
Para entender qué es ser misericordioso, tengo que haber experimentado la miseria. Hay que pasar por la miseria y reconocerla para poder tener corazón hacia ella. La Misericordia del Padre ‘necesita’ de nuestra miseria para poder manifestarse. La relación más adecuada que podemos establecer con Jesús, con su Misericordia es la que podríamos formular en esta oración: Jesús, Hijo de Dios vivo, ten misericordia de mi que soy un pecador.
Jesús,
Hijo de mi DIOS vivo;
hijo mío,
ten misericordia de mi ,
que soy una pecadora.
Gracias
Gracias!!
Gracias