
En el evangelio del domingo pasado Jesús llamaba bienaventurados a los pobres, a los hambrientos y sedientos de justicia, a los que lloran, a los que no pueden pensar en construir sobre sí mismos y sobre lo que tienen y, por eso se ponen confiadamente en manos de Dios. Estos reciben el reino como herencia, tienen un especial sexto sentido para las cosas del reino de Dios.
Hoy Jesús nos presenta hasta donde llega la exigencia de la ley evangélica y con ello viene a sugerirnos que solamente él, que vive dentro de nosotros y actúa en nosotros, pude cumplir el evangelio. Lo importante no es ser perfectos, sino ser humildes ante Dios y ante los demás. Cuando no se tiene esta actitud se debe a que no nos conocemos y a que no conocemos a Dios, aunque tengamos un conocimiento racional de Dios y del hombre. El ideal de perfección nos viene de los padres griegos, y ese ideal lo hemos identificado con el evangelio. Para ellos, la perfección consistía en que la parte superior del hombre, la razón, llevara las riendas de la persona. Que nada escapara al control racional. Que apetitos, pasiones, sentidos, fueran regidos y controlados por la mente. Sólo los que conseguían este objetivo podían considerarse plenamente humanos. Dejarse llevar del instinto era la mejor señal de embrutecimiento. Pero el gran peligro es que cuando uno cree haber logrado este objetivo, se siente superior a los demás y desprecia a todo el que no lo alcanza. Y todavía es peor no lograrlo, porque entonces se hace necesaria la simulación y se convierte en fundamental hacer ver a los demás que se ha alcanzado.
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