El profeta Elías, al llegar a las puertas de la ciudad de Sarepta, se encuentra con una viuda que vive una situación de carencia. Esa situación le había quitado la esperanza. Se preparaba para hacer un último pan para sí y para su hijo con un puñado de harina y un poco de aceite, que todavía tenía, y después solo le quedaba esperar la muerte. Cuando Elías le pide, además del agua, un trozo de pan, la pobre mujer le confiesa su situación miserable. Pero él anímale a que no tema y a que le prepare un panecillo.
«Ella se fue, hizo lo que le había dicho Elías, y comieron él, ella y su hijo. Ni la orza de harina se vació, ni la alcuza de aceite se agotó, como lo había dicho el Señor por medio de Elías.» (1 Re 17, 15-16)
Contra toda lógica, la mujer obedece. Su confianza le permite acceder a un lugar que está más allá de la estrecha contabilidad humana, al territorio de Dios, donde, paradójicamente, nuestra escasez es como un espacio sagrado donde se manifiesta la abundancia de su gracia. La confianza es el camino más directo para la comunión con Dios. Cuando osamos confiar, no hay ninguna miseria, sea cual sea, que nos destruya, sino todo lo contrario, la experiencia de la indigencia puede transformarse en un trampolín que nos pone en brazos de Dios como niños pequeños que confían en su papá. Como nos recuerda el salmo: Espera Israel en el Señor como un niño en brazos de su madre.
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